miércoles, 23 de septiembre de 2009

Relatos populares en El mundo es ancho y ajeno (II)


El zorro y el conejo



Una vieja tenía una huerta en la que diariamente hacía perjuicios un conejo. La tal vieja, desde luego, no sabía quién era el dañino. Y fue así como dijo: "Pondré una trampa". Puso la trampa y el conejo cayó, pues llegó de noche y en la oscuridad no pudo verla. Mientras amanecía, el conejo se lamentaba: "Ahora vendrá la vieja. Tiene muy mal genio y quién sabe me matará". En eso pasó por allí un zorro y vio al conejo. "¿Qué te pasa?", le preguntó riéndose. El conejo le respondió: "La vieja busca marido para su hija y ha puesto trampa. Ya ves, he caído. Lo malo es que no quiero casarme. ¿Por qué no ocupas mi lugar? La hija es buenamoza". El zorro pensó un rato y después dijo: "Tiene bastantes gallinas". Soltó al conejo y se puso en la trampa. El conejo se fue y poco después salió la vieja de su casa y acudió a ver la trampa: "¡Ah!, ¿conque tú eras?", dijo, y se volvió a la casa. El zorro pensaba: "Seguramente vendrá con la hija". Al cabo de un largo rato, retornó la vieja, pero sin la hija y con un fierro caliente en la mano. El zorro creyó que era para amenazarlo a fin de que aceptara casarse y se puso a gritar: "¡Sí me caso con su hija! ¡Sí me caso con su hija!". La vieja se le acercó enfurecida y comenzó a chamuscarlo al mismo tiempo que le decía: "¿Conque eso quieres? Te comiste mi gallina ceniza, destrozas la huerta y todavía deseas casarte con mi hija... Toma, toma...". Y le quemaba el hocico, el lomo, la cola, las patas, la panza. La hija apareció al oír el alboroto y se puso a reír viendo lo que pasaba. Cuando el fierro se enfrió, la vieja soltó al zorro. "Ni más vuelvas", le advirtió. El zorro dijo: "Quien no va a volver más es el conejo". Y se fue, todo rengo y maltrecho.




Días van, días vienen... En una hermosa noche de luna, el zorro encontró al conejo a la orilla de un pozo. El conejo estaba tomando agua. "¡Ah" -le dijo el zorro-, ahora caíste. Ya no volverás a engañarme. Te voy a comer"... El conejo le respondió: "Está bien, pero primero ayúdame a sacar ese queso que hay en el fondo del pozo. Hace rato que estoy bebiendo y no consigo terminar el agua". El zorro miró, y sin notar que era el reflejo de la luna, dijo: "¡Qué buen queso!". Y se puso a beber. El conejo fingía beber en tanto que el zorro tomaba el agua con todo empeño. Tomó hasta que se le hinchó la panza, que rozaba el suelo. El conejo le preguntó: "¿Puedes moverte?". El zorro hizo la prueba y, sintiendo que le era imposible, respondió: "No". Entonces el conejo fugó. Al amanecer se fue la luna y el zorro se dio cuenta de que el queso no existía, lo que aumentó su cólera contra el conejo.



Días van, días vienen... El zorro encontró al conejo mientras éste se hallaba mirando volar a un cóndor: "Ahora sí que te como", le dijo. El conejo le contestó: "Bueno, pero espera a que el cóndor me enseñe a volar. Me está dando lecciones"... El zorro se quedó viendo el gallardo vuelo del cóndor y exclamó: "¡Es hermoso! ¡Me gustaría volar!". El conejo gritó: "Compadre cóndor, compadre cóndor..." El cóndor bajó y el conejo le explicó que el zorro quería volar. El conejo guiñó un ojo. Entonces el cóndor dijo: "Traigan dos lapas". Llevaron dos lapas, o sea dos grandes calabazas partidas, y el cóndor y el conejo las cosieron en los lomos del zorro. Después, el cóndor le ordenó: "Sube a mi espalda". El zorro lo hizo y el cóndor levantó el vuelo. A medida que ascendía, el zorro iba amedrentándose y preguntaba: "¿Me aviento ya?". Y el cóndor le respondía: "Espera un momento. Para volar bien se necesita altura". Así fueron subiendo hasta que estuvieron más alto que el cerro más alto. Entonces el cóndor dijo: "Aviéntate". El zorro se tiró, pero no consiguió volar sino que descendía verticalmente dando volteretas. El conejo, que lo estaba viendo, gritaba: "¡Mueve las lapas! ¡Mueve las lapas!". El zorro movía las lapas, que se entrechocaban sonando: trac tarac, trac, tarac, trac; pero sin lograr sostenerlo. "¡Mueve las lapas!", seguía gritando el conejo. Hasta que el zorro cayó de narices en un árbol. Esto impidió que se matara aunque siempre quedó rasmillado. Vio en el árbol un nido de pajaritos y dijo: "¡Ahora me los comeré!". Un zorzal llegó piando y le suplicó: "¡No los mates! ¡Son mis hijos! Pídeme lo que quieras, pero no los mates"... Entonces el zorro pidió que le sacara las lapas y le enseñara a silbar. El zorzal le sacó las lapas y sobre el silbo le dijo: "Tienes que ir donde el zapatero para que te cosa la boca y te deje sólo un agujerito. Llévale algo en pago del trabajo. Después te enseñaré..." El zorro bajó del árbol y en un pajonal encontró una perdiz con sus crías. Atrapó dos y siguió hacia el pueblo. La pobre perdiz quedó llorando. El zapatero, que vivía a la entrada del pueblo, recibió el obsequio y realizó el trabajo. Luego, según lo convenido, el zorzal dio las lecciones necesarias. Y desde entonces el zorro, muy ufano, se pasaba la vida silbando. Olvidó que tenía que comerse al conejo porque la venganza se olvida con la felicidad. Se alimentaba de la miel de los panales. El conejo, por su parte, lo vía pasar y decía: "Se ha dedicado al silbo. Y con la boca cosida no podrá comerme". Pero no hay bien que dure siempre. La perdiz odiaba al zorro y un día se vengó del robo de sus tiernas crías. Iba el zorro por el camino silbando como de costumbre: fliu, fliu, fliu... de pronto, salió volando por sus orejas, a la vez que piaba del modo más estridente: pi, pi, pi, pi, pi... El zorro se asustó abriendo tamaña boca: ¡guac!, y al romperse la costura quedó sin poder silbar. Entonces recordó que tenía que comerse al conejo.





Días van, días vienen... Encontró al conejo al pie de una peña. Apenas éste distinguió a su enemigo, se puso a hacer como que sujetaba la peña para que no lo aplastara. "Ahora no te escapas", dijo el zorro acercándose. "Y tú tampoco", respondió el conejo. "Esta peña se va a caer y nos aplastará a ambos". Entonces el zorro, asustado, saltó hacia la peña y con todas sus fuerzas la sujetó también. "Pesa mucho", dijo pujando. "Sí -afirmó el conejo-, y dentro de un momento quizá se nos acaben las fuerzas y nos aplaste. Cerca hay unos troncos. Aguanta tú mientras voy a traer uno". "Bueno", dijo el zorro. El conejo se fue y no tenía cuándo volver. El zorro jadeaba resistiendo la peña y al fin resolvió apartarse de ella dando un ágil y largo salto. Así lo hizo y la peña se quedó en su sitio. Entonces el zorro comprendió que había sido engañado una vez más y dijo: "La próxima vez no haré caso de nada".





Días van, días vienen... El zorro no conseguía atrapar al conejo, que se mantenía siempre alerta y echaba a correr apenas lo divisaba. Entonces resolvió ir a cogerlo en su propia casa. Preguntando a un animal y otro, llegó hasta la morada del conejo. Era una choza de achupallas. El dueño se hallaba moliendo ají en un batán de piedra. "Ah -dijo el zorro-, ese ají me servirá para comerte bien guisado". El conejo le contestó: "Estoy moliendo porque dentro de un momento llegarán unas bandas de pallas. Tendré que agasajarlas. Vienen 'diablos' y cantantes. Si tú me matas, se pondrán tristes y ya no querrán bailar ni cantar. Ayúdame más bien a moler el ají". El zorro aceptó diciendo: "Voy a ayudarte por ver las pallas, pero después te comeré". Y se puso a moler. El conejo, en un descuido del zorro, cogió un leó que ardía en el fogón cercano y prendió fuego a la choza. Se sabe que las achupallas son unas pencas que arden produciendo detonaciones y chasquidos. El zorro preguntó por los ruidos y el conejo respondiole: "Son las pallas. Suenan los látigos de los 'diablos' y los cohetes". El zorro siguió moliendo y el conejo dijo: "Echaré sal al ají"... Simulando hacerlo cogió un poco de ají y lo arrojó a los ojos del zorro. Este quedó enceguecido y el conejo huyó. El fuego se propagó a toda la choza y el zorro, que buscaba a tientas la puerta, se chamuscó entero mientras lograba salir. Estuvo muchos días con el cuerpo y los ojos ardientes por las quemaduras y el ají. Pero una vez que se repuso, dijo: "Lo encontraré y comeré ahí mismo". Se dedicó a buscar al conejo día y noche. Después de mucho tiempo pudo dar con él. El conejo estaba en un prado, tendido largo a largo, tomando el sol. Cuando se dio cuenta de la presencia del zorro, ya era tarde para escapar. Entonces continuó en esa posición y el zorro supuso que dormía: "Ah, conejito -exclamó muy satisfecho-, el que tiene enemigo no duerme. El zorro olió y muy decepcionado dijo: "¡Huele mal! ¡Cuántos días hará que ha muerto!" Y se marchó. Desde entonces, el conejo vivió una existencia placentera y tranquila. Hizo una nueva choza y se paseaba confiadamente por el bosque y los campos.

Días van, días vienen... días van, días vienen... El zorro lo distinguía por allí comiendo su yerba. Entonces se decía: "Es otro". Y seguía su camino...





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martes, 22 de septiembre de 2009

Relatos populares en El mundo es ancho y ajeno (I)

Como toda literatura de carácter universal, El mundo es ancho y ajeno recoge y plasma de manera genuina las costumbres y el sentir de un pueblo, de una cultura. En esta novela, además de las canciones populares que ya hemos reseñado, aparecen varios relatos característicos de los Andes peruanos.  Presentamos uno de ellos.



Un sapo estaba muy ufano de su voz y toda la noche se la pasaba cantando: toc, toc, toc... y una cigarra estaba más ufana de su voz y se pasaba toda  la noche y también todo el día cantando: chirr, chirr, chirr... Una vez se encontraron y el sapo le dijo: "Mi voz es mejor".  Y la cigarra le contestó: "La mía es mejor". Se armó una discusión que no tenía cuándo acabar.  El sapo decía que él cantaba toda la noche. La cigarra decía que ella cantaba día y noche.  El sapo decía que su voz se oía siempre.  Se pusieron a cantar alternándose: toc, toc, toc...; chirr, chirr, chirr... y ninguno se convencía.  Y el sapo dijo: "Por aquí, a la orilla de la laguna, se para una garza.  Vamos a que haga de juez.  Y la cigarra dijo: "Vamos".  Saltaron y saltaron hasta que vieron a la garza. Era parda y estaba parada en una pata, mirando el agua.  "Garza, ¿sabes cantar?", gritó la cigarra.  "Sí sé", respondió la garza echándoles una ojeada.  "A ver, canta, queremos oír cómo lo haces para nombrarte juez".  "¿Y quiénes son ustedes para pedirme prueba? Mi canto es muy fino, despreciablese gritones.  Si quieren, aprovechen mi justicia; si no, sigan su camino".  Y con gesto aburrido estiró la otra pata.  "Cierto -dijo el sapo-, nosotros no tenemos por qué juzgar a nuestro juez".  Y la cigarra gritó: "Garza, queremos únicamente que nos digas cuál de nosotros dos canta mejor".  La garza respondió: "Entonces acérquense para oírlos bien".  El sapo dijo a la cigarra: "¿Quién sabe nos convendría más no acercarnos y dar por terminado el asunto".  Pero la cigarra estaba convencida de que iba a ganar y, dominada por la vanidad, dijo: "Vamos, tu voz es más fea y ahora temes perder".  El sapo tuvo cólera y contestó: "Ahora oirás lo que es canto".  Y a grandes saltos se acercó a la garza seguido de la cigarra.  La garza volteó y ordenó al sapo: "Canta ahora".  El sapo se puso a cantar, indiferente a todo, seguro del triunfo y mientras tanto la garza se comió a la cigarra.  Cuando el sapo terminó, dijo la garza: "Ahora, seguirá la discusión en mi buche", y también se lo comió.  Y la garza, satisfecha de su acción, encogió una pata y siguió mirando tranquilamente el agua...



Imágenes: vocesquehablan.blogspot.com, euridice-v.myblog.es


jueves, 10 de septiembre de 2009


BATALLA DE LA LECTURA POR UN MUNDO MEJOR

La preocupación por la lectura ha crecido notablemente en la última década. El motivo: cada vez se lee menos y se está instalando peligrosamente una cultura no-lectora, que no siente remordimiento de ello y más bien celebra la desinformación y la ignorancia. "¿Por qué es importante leer, para qué me sirve?", se preguntarán algunos. O bien: "¿Acaso un ser humano se va a morir si no lee?" Los textos que presentamos a continuación nos ayudarán a comprender mejor la importancia que tiene la lectura en la existencia del ser humano.


La lectura es una función que hay que desarrollar intensiva y extensivamente, ahora y siempre, porque a través de ella el hombre y la sociedad mejoran.

Ella debe ser asumida como una militancia y una fe a seguir, como un apostolado en el cual hay que aplicarn0s si queremos que la ciudadanía en su conjunto viva mejor. Es una consagración por asegurar un futuro digno y un compromiso de valor con nuestro pueblo.
Tenemos que hacer algo por nuestras sociedades, no podemos dejar que se destruyan o se desmoronen; reconociendo como educadores, o como padres de familia que somos, o como ciudadanos en general, que tenemos en la lectura un gran camino por recorrer; un arma y un instrumento eficaz para avanzar por la vía del desarrollo.

Porque la lectura actúa en la sensibilidad, en la razón, en la expresividad; es decir, en lo más central del hombre como es su identidad y su conciencia; no obligando hacia algo sino convenciendo, dejando que la misma persona conduzca su propio descubrimiento y llegue hasta la asunción de sus íntimos principios y actitudes frente a la vida.

Por eso, es importante asumir un compromiso, un desafío y un rol de vital importancia para con nuestra realidad, cual es la promoción del libro y la lectura como una ruta a seguir para que nuestro pueblo eleve sus niveles no solo de educación sino de vida.



Cuando hagamos posible que la gente lea más y mejor, todos vamos a cambiar. Las personas hemos de ser más útiles y eficaces, más abiertas y tolerantes, más democráticas y visionarias; cada quien ha de sentir y pensar mejor y ha de ser más valioso y acrisolado.

Para que ello se produzca, a fin de que surja un nuevo lector se necesita un animador. Porque, así como en el amor no se puede actuar solos, así también en la lectura –que es un acto de amor– los niños y los jóvenes, requieren que ella sea primero un acto compartido.

Por eso, cada uno de nosotros, asumiéndola plenamente está realizando el hermoso y pleno acto humano de construir, a través de la lectura, un hombre nuevo y con él un mundo mejor.



Sánchez Lihón, Danilo. En Niveles de comprensión lectora. Lima: Instituto del libro y la lectura (INLEC).





Por encima de todo, la verdad es que la televisión es la primera escuela del niño (la escuela divertida que precede a la escuela aburrida); y el niño es un animal simbólico que recibe su imprint, su impronta educacional, en imágenes de un mundo centrado en el hecho de ver. (...) Por el contrario, desde el otro punto de vista, el niño no lee y, por tanto, la mayoría de las veces, es un ser "reblandecido por la televisión", adicto de por vida a los videojuegos.
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¿Este niño se convierte algún día en adulto? Naturalmente que sí, a la fuerza. Pero se trata siempre de un adulto sordo de por vida a los estímulos de la lectura y del saber transmitidos por la cultura escrita. Los estímulos ante los cuales responde cuando es adulto son casi exclusivamente audiovisuales. Por tanto, el vídeo-niño no crece mucho más. A los treinta años es un adulto empobrecido; educado por el mensaje: "la cultura, qué rollazo", de Ambra Angiolini (l'enfant prodige que animaba las vacaciones televisivas), es, pues, un adulto marcado durante toda su vida por una atrofia cultural.
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El mensaje con el cual la nueva cultura se recomienda y se auto-elogia es que la cultura del libro es de unos pocos -es elitista-, mientras que la cultura audiovisual es de la mayoría. (...) ¿Es tal vez mejor que todos seamos incultos a que haya unos pocos cultos? ¿Queremos una cultura en la que nadie sepa nada? En definitiva, si el maestro sabe más que el alumno, tenemos que matar al maestro; y el que no razona de este modo es un elitista. Esta es la lógica de quien carece de lógica.



Sartori, G. (1998). Homo videns. La sociedad teledirigida. Buenos Aires: Taurus
Imágenes: juntadeandalucia.es, aquiros.wordpress.com, mirabolivia.com, bibliotecaideset.wordpress.com

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Dos textos de José Martínez Ruiz

Conocido como Azorín, es uno de los mejores prosistas españoles de la última centuria. Fue figura relevante de la llamada Generación del 98, conformada por Pío Baroja, Miguel de Unamuno y otros. Lo que sigue es una valoración de la poco conocida Rosalía de Castro, gran poeta gallega; y del muy conocido Marcelino Menéndez y Pelayo, oceánico erudito español.





Rosalía de Castro

Rosalía de Castro nació en 1837; murió en 1885. Vivió retirada en Galicia. Compuso poesías gallegas y poesías castellanas; escribió también dos novelas. En 1884 -un año antes de morir- apareció, impreso en Madrid, su libro En las orillas del Sar; no se ha publicado en lengua castellana, y durante nuestro siglo XIX, un volumen de más espirituales, delicados, ensoñadores versos. Nadie habló de ese libro. ¿Cómo puede producirse este fenómeno en la vida de un pueblo? ¿De qué manera un acontecimiento capital, de honda trascendencia, en el pensamiento, en la estética de un país, puede pasar inadvertido? Gustaban los españoles de 1885 -y siguen gustando- de la poesía brillante, artificiosa, oratoria; pero aquellos años había entre la generalidad de los escritores, espíritus selectos, delicados; ya en 1884 Leopoldo Alas había publicado dos libros de crítica: uno, La literatura en 1881 -en colaboración con Palacio Valdés-; otro, los Solos. La crítica independiente se había inaugurado. Nadie, sin embargo, reparó en los versos de Rosalía de Castro cuando apareció En las orillas del Sar. Años después, en 1902, al formar don Juan Valera su deplorable Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, no incluyó en esa antología a Rosalía de Castro; hombres anodinos y mujeres insignificantes acoge Valera en su colección; ni de una página puede disponer para uno de los más grandes poetas castellanos de la décimonona centuria; en la introducción a ese repertoriio nombra Valera a Rosalía; la nombra de pasada, a la par de versificatrices vulgares. Hay más, tampoco más tarde, en 1908, logró penetrar Rosalía en la no menos lamentable colección de líricos -Las cien mejores poesías- formada por Menéndez y Pelayo. Y hay todavía más, aunque parezca colmo increíble: Antonio de Valbuena en un trabajo -que figura en uno de sus libros- dedicado al examen de la antología de Menéndez, no se acuerda tampoco de Rosalía al citar diversos poetas olvidados o postergados por el erudito montañés.

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En 1909 se han publicado en Madrid las obras completas de Rosalía de Castro; uno de los volúmenes de esa colección -el primero- lo constituyen las poesías castellanas En las orillas del Sar. Pone un prólogo a la nueva edición el que fue marido de Rosalía: don Manuel de Murguía. Obedecía solo en sus versos Rosalía -escribe el prologuista- a la cadencia; se separó de la métrica usual en su tiempo. "Causó su innovación tanta sorpresa -añade- que su libro En las orillas del Sar fue, por de pronto, mirado, desde este punto de vista, como un atrevimiento indisculpable, por unos; para los más, como un enigma". Cuando se repasan las poesías de este volumen se experimenta una emoción extraña; nos hallamos en presencia, en comunicación con un espíritu que une los fenómenos del mundo exterior a sus propios sentimientos, a sus estados de conciencia, por medio de una ideación, no aparente, no manifiesta, sino oculta, como subterránea. De ahí esa especie de incoherencia ideológica que los críticos superficiales pudieran notar en los versos de Rosalía; pero que es, en el fondo, una coherencia íntima, profunda, de una lógica y de una trascendencia idealizadoras. El poeta, por ejemplo, tiene ante sí la visión de un bosque rumoroso y vasto; es en otoño; las hojas van cayendo y cubren de una alfombra amarillenta la tierra. Una "honda angustia"se apodera de Rosalía; su pecho se siente oprimido. Y en este momento -enlazando, sin decirlo, esta tristeza del otoño y este caer de las hojas con recuerdos y remembranzas que no se nombran-; en ese instante, angustiada por la evocación íntima del pasado, Rosalía pregunta: "¿Por qué me ha concedido el cielo una tan terca, tan fiel memoria?"

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(...) lo verdaderamente inquietante, lo que nos hace experimentar más vaga sensación de angustia -tan maravillosamente expresada en los versos de Rosalía- es que no podamos definir concretamente qué es lo que añoramos en lo pasado, ni podamos tampoco expresar qué es lo que ansiamos. ¿Cómo concretar ante este mar, ante esta montaña, un sentimiento del pasado que nos invade, ni cómo hacer visible con palabras un deseo que ahora, en este momento supremo, llena nuestro espíritu? Sólo hay un algo que ansiamos para mitigar la melancolía que nos producen las cosas: el olvido. A esa ansia del olvido llega lógica, fatalmente Rosalía de Castro; de "las aguas del olvido, que es de la muerte hermano", nos habla el poeta.

La piedad y la comprensión bondadosa de todo se producen en el espíritu colocado en tal posición. Piedad y comprensión manan de los versos de Rosalía. Nada más humano, más alto, más delicado, más supremamente comprensor que su poema Margarita; ni nadie habrá sentido como nuestro poeta al ver desfilar por los caminos de su tierra los míseros labriegos hacia la costa, en donde embarcarán para lejanos países. Cuando sopla un vendaval duro -escribe- y en el hogar arde el fueo, "pasan por mi puerta ellos, hambrientos, desnudos, flacos"; entonces el frío hiela mi espíritu, del mismo modo que debe de helar sus cuerpos; mi corazón, al contemplarlos marchar sin consuelo, "se queda opreso y triste". "¡Cuánto no podrán padecer en ti, oh patria -exclama en otra parte- cuando ya tus hijos sin dolor te dejan!" En esa patria, "siempre oprimida y siempre pasto de la ruindad y la ignorancia", piensa también dolorosamente en uno de sus más bellos poemas.




Amaba ansiosamente Rosalía el mar; en el mar veía un reflejo de su espíritu solitario y en perpetua inquietud. Poco antes de morir quiere ver por postrera vez el mar. "Quería ver el mar antes de morir -dice Murguía- ; el mar, que había sido siempre, en la Naturaleza, su amor predilecto". Algún tiempo después expiraba Rosalía. "Cuando la vi encerrada en las cuatro tablas que a todos nos esperan -escribe el mismo- exclamé: ¡Descansa en paz al fin, pobre alma atormentada, tú que has sufrido tanto en este mundo!".

Hace algunos años, el marido de Rosalía de Castro, este don Manuel Murguía, tan culto, tan afable, vino a Madrid. Pretendía algo a que tenía estricto derecho y en que ampararía en su vejez. Era un viejecito limpio, callado y escrupuloso; un viejecito con un anticuado sombrero de copa, una levita corta, un bigote largo y una romántica perilla. Anduvo el viejecito de un ministerio en otro. Se pasó quince días subiendo escaleras y esperando en las antesalas. Le ponían la mano afablemente en el hombro y le sonreían; pero no le despachaban lo que pedía en justicia. Al fin, este viejecito -el compañero de uno de los más altos poetas españoles contemporáneos- guardó un día su levita raída, puso en una caja su sombrero de copa anticuado y se marchó a su tierra, entristecido, lleno de desconsuelo.



Menéndez y Pelayo




En nuestro país, la historia literaria está todavía por construir; ha habido entre nosotros grandes eruditos, grandes acopiadores, grandes rebuscadores; ha faltado el crítico. Decimos crítico refiriéndonos a un hombre que, dotado de la precisa cultura literaria, tenga a la vez una idea central, un sistema, en virtud del cual, contrayéndolo a esta visión suya de la producción estética, explique lógicamente las obras, haga vivir todo un periodo literario, convierta, en fin, en un todo orgánico, lógico, lo que sin esa idea central, sin ese sistema, serían fragmentos dispersos, acarreos más o menos útiles, acopios de materiales más o menos preciosos. Es decir, que lo que nosotros pedimos y lo que no se ha hecho todavía en España -a no ser parcialmente, acá y allá-, es, no una crítica erudita, sino una crítica psicológica; no una enumeración, sino una interpretación.

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Cuando se haga un estudio desapasionado de Menéndez y Pelayo habrá que contar sus grandes excelencias, pero habrá que decir otras cosas. Habrá que decir que su estilo es más oratorio, prolijo y redundante que analítico y de menudas pinceladas, sobrio y preciso; que le ha faltado amor a las manifestaciones nuevas de la estética; que, en suma, su crítica ha sido erudita, enumerativa, y no interna, interpretativa, psicológica.




Azorín (1959). Clásicos y modernos. Buenos Aires: Losada
Imágenes: fideus.com, laregion.es, fuenterrebollo.com, enmivida.blogia.com

martes, 1 de septiembre de 2009


Belleza femenina


Contra lo que usualmente se piensa, los criterios de belleza no son inmutables, sino que van cambiando de acuerdo con las épocas y culturas (por ejemplo, de las mujeres exhuberantes de la comunidad primitiva se ha pasado a la mujer rectilínea y casi anoréxica como ideal de la belleza femenina). Por otro lado, la cultura dominante de una época impone sus cánones de belleza física y minusvalora todos aquellos que se alejen de la norma, generando una alienación frente a lo propio: sentimientos de insatisfacción y rechazo se apoderan de varones y mujeres que sufren el falso estigma de no tener los rasgos sindicados como "bellos". Curiosamente, en nuestra sociedad occidental existe un canon que solo representa a la minoría de la población. ¿Esto significa que la gran mayoría de la población es fea o, en el mejor de los casos, no bella? ¿Puede ser esto posible? En el siguiente artículo se muestran criterios "objetivos" y mensurables para establecer la belleza femenina. No nos conformemos con leerlos, sino que a partir de ellos reflexionemos: ¿qué es la belleza en realidad?



Si se tratase de apreciar debidamente la belleza corporal femenina, entonces no bastaría, según es costumbre, pesar a las concursantes y medirles la estatura, el busto, la cintura y las caderas; porque si por belleza femenina se entiende un conjunto de formas atractivas por su armonía y proporción, entonces habremos de tener ciertamente en cuenta otros factores relacionados con la anatomía.

Para lo cual, en primer lugar, habría que exigir a las concursantes que se desvistan completamente; verían así los jueces si las hay, por ejemplo, con pezones semisalientes, retraídos o inversos; descalificaríase por esto solo a la examinanda que los tuviese. Y lo mismo si mostrase pechos cónicos y pendientes, o si no tuviese el centro del cuerpo donde corresponde, a saber, hacia el borde superior del pubis y no, como creía Vitrubio, en el ombligo. El arco del pubis femenino debe ser bajo y romo, y bajo y estrecho el límite del pelo pubiano.

Todo esto hay que examinarlo in situ, o como se dice en jerga televisiva, "en vivo y en directo". Sobra, pues, como se ve, en un verdadero concurso de belleza, la ropa de baño.




La cabeza debe estar contenida siete veces y media en la altura total del cuerpo, y el tronco ha de tener un tercio de dicha altura. (Lo de siete cabezas y media es opinión de Durero, que entendía perfectamente de proporciones y medidas).

Tendrá atributo de belleza la mujer que, estando de pie, con los brazos extendidos y pegados al cuerpo, y extendidos también los dedos, llegue con estos hasta la mitad de los muslos. Será bella, así mismo, si luce hoyuelos sacrales y si son las suyas rodillas redondas y suaves.

Hay proporcionalidad entre la longitud de la mano y la altura de la cara. En la mujer bella, dichas longitud y altura coinciden. Las manos y los pies, y también el rostro, pequeños. Largos, eso sí, dentro de esa pequeñez, el dedo índice y el segundo dedo del pie; el último, en cambio, muy corto. Tal la opinión de Stratz, que dedicó su vida entera al estudio del cuerpo femenino.




El piececito es, pues, según opinan distinguido anatomistas, estetas y sexólogos, y según opinaban antiguamente los chinos, bello y hasta muy bello. Por esta razón, Greta Garbo, que calzaba 41, no era cabalmente bella, por carecer de belleza podal (de podo-, forma prefija del griego poús, podós, pie). Y como además la hermosura no corre a las parejas con las pecas, Catherine Deneuve, que las tiene, no es, por tanto, bella de veras, como indudablemente lo sería si luciera impecosa; o mejor dicho, como indudablemente lo hubiese sido, porque hoy, como a todos consta, y digámoslo con expresión garcimarquezana, ya se le ha entristecido la piel a esta dama que hace treinta años fue admirable lindura.

Signos de belleza son igualmente las muñecas delgadas, los tobillos finos, las pantorrillas torneadas, las cejas altas y delicadas (Margaux Hemingway no pasaría el examen), los muslos redondos y fuertes, las nalgas pronunciadas y abovedadas, los pechos tónicos, erguidos y redondos, pero no hipertróficos, el cutis fino, el cabello largo y abundante, la quijada inferior, pequeña y baja, y anchos los incisivos medios.

En todo esto no hay nada de subjetivo; todo es visible y mensurable; no se trata de la gracia ni de la simpatía, muy difíciles de definir e imposibles de medir. Se trata de cosas concretas; verbigracia: si la mujer es tetona, un punto menos; si luce rodillas esquinadas, aristadas y huesudas, como las de Brigitte Bardot, otro punto menos; y lo mismo si no es fino su talle, o si no son pequeñas y rectas sus clavículas, o si no tiene hueco el sacro ni redonda la garganta.




En cuanto al color de la cabellera, consideran los especialistas, y singularmente Stratz y Ellis, que la cabellera rubia es la más bella. Y aunque esto puede discutirse, lo cierto es que desde Homero, los escritores y artistas, y desde luego los poetas, han encomiado mucho más la cabellera rubia que la negra o la castaña. Se dice, además, siguiendo noticia constante en el libro de Marcela Olivas Weston, Peregrinaciones en el Perú, que la Virgen de la Puerta, de Otuzco, en el departamento de La Libertad, prefiere las pelucas rubias hechas con cabellos de niños.

Preguntémonos, finalmente, ¿es atractiva la mujer bella? Quiero decir, ¿es sexy? O para expresarlo con un cultismo, ¿es libidinógena, esto es, sexualmente apetecible o eróticamente estimable? O para decirlo de una vez como se debe: ¿Es arrechante la mujer bella? ¿Es incluible en el grupo de las que Palma llamaba "colchonables"? No; la mujer bella, que generalmente lo es con arreglo a cánones de la estética clásica, casi nunca tiene lo que se llama sex appeal; y al revés, la que tiene sex appeal carece por lo general de belleza.


Además de la mujer únicamente bella y de la que solo sabe despertar voluptuosidad, está la fisicoculturista o body builder, mujer que ostenta espléndido desarrollo corporal y que desde el punto de vista de la biología es definitivamente superior a los otros ejemplares femeninos, pero que desgraciadamente no tiene belleza ni sex appeal.

Lisa Lyon, por ejemplo, cuya anatomía es estupenda, tendrá (si acaso) lo que llamaremos seducción de la felinidad, pero belleza no, y atractivo sexual, menos. Ella se confiesa felina, no femenina ni masculina, razón por la cual es -o puede ser- felinamente seductora.






Denegri, Marco Aurelio. A ver, las concursantes, por favor, ¡desvístanse! En Domingo, suplemento dominical de La República (Lima-Perú), 29.05.2005 y 05.06.2005
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